En tiempos en que educar parecía más un acto de deber que de elección, muchas madres y padres de generaciones pasadas forjaron a sus hijos con una mezcla particular de amor, firmeza y esquemas bien definidos. No eran perfectos, ni pretendían serlo, pero tenían claridad en algo: la vida se aprende viviendo, y se enseña con ejemplo.
Fueron padres que nos enseñaron el valor del respeto, la identidad, la consciencia de quiénes éramos y lo que podíamos llegar a ser. Crecimos con tiempos marcados, con reglas que a veces sentíamos duras, con límites que hoy agradecemos. Nos enseñaron que no todo se resuelve con diálogo, pero tampoco todo con castigo. Había una lógica práctica en su forma de educar: ser útil, ser honesto, ser firme.
Su estilo estaba lleno de estereotipos: el fuerte, la tierna, el que castiga, la que consuela… sí, eran modelos polarizados. Pero incluso en sus contradicciones, nos enseñaron algo valioso: la importancia de ser consistentes con lo que creemos.
Nos formaron entre libros, tareas, “no se habla en la mesa” y “pide las cosas con por favor”. No sabían de inteligencia emocional como hoy la conocemos, pero sí conocían el sentido común, el valor del trabajo y el poder de una mirada firme.
Hoy, en un mundo más complejo y más permisivo, mirar hacia esos padres con comprensión es también una forma de honrar lo que nos dieron: cimientos.
Nos toca a nosotros actualizar, transformar y enseñar distinto… pero no olvidar las raíces.
Porque si bien los métodos cambian, los valores siempre construyen.